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POE:

LOS HORRORES Y LA BELLEZA DE SU INVIERNO LITERARIO

II

 

Aglaia Berlutti

Primera parte

 

El amor, el dolor, la tragedia y, finalmente, la página en blanco

En 1823 Poe se enamoró de Jane Stannard, una mujer cuyo hijo era su compañero de estudios. Era apenas un adolescente. Fue una pasión solitaria, angustiada y desesperada. Mucho más cuando Jane murió al año siguiente y la muerte volvió a obsesionar a Poe, aturdido por el doble pesar de los recuerdos de su madre —“era como vivir una pesadilla en varias formas distintas”— y el del amor desesperado por una mujer que idealizó a extremos dolorosos. “Nunca más”, escribió en sus diarios, en páginas sueltas. Se obsesionó con la finitud y la fugacidad de la vida.

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Jane Stannard

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Mucho más cuando incluso la única familia que conocía se convirtió en una especie de enemigo silente y perverso. En 1825 Allan heredó una considerable fortuna de un tío y entonces hizo lo inimaginable: decidió que Edgar no sería su heredero, aunque no tenía parientes cercanos y Fanny estaba cada vez más enferma. “No eres mi hijo”, dijo Allan al futuro escritor y desde ese día le trató desde la distancia de cierto desprecio marchito. Había una clara animadversión hacía el muchacho, aunque Edgar era un adolescente dócil, más interesado en los libros que en el mundo real. Pero en realidad, Allan sólo actuaba como empresario: sabía que Edgar era casi un hombre y no deseaba disputarse su cuantiosa empresa —renacida con mayor poder desde las cenizas— con un hombre desconocido. Porque en realidad, admitiría Edgar después de la única y tensa conversación sobre la herencia, comprendió que no sólo jamás había sido un hijo para Allan, sino que ahora era una molestia legal que no sabía cómo afrontar. Llevaba su apellido, pero no podía disponer de sus bienes. La buena sociedad que acogía a Allan se llenó de rumores e incluso hubo una pública discusión entre ambos que terminó con Poe expulsado de la casa natal. “Nunca sentí tanta libertad, tanta miserable tristeza”.

Para Allan, la solución al conflicto fue enviar a Poe a la Universidad de Virginia. Era un buen estudiante, pero en cuestión de meses se volvió un adicto al juego y a la bebida. Para finales del primer año lectivo, tenía una deuda impagable de casi dos mil dólares que Allan no quiso honrar y que puso a Poe en peligro de ser encarcelado o, peor aun, asesinado por los deudores. Volvió a la casa familiar sólo para ser arrojado a la calle. “Estoy en la mayor necesidad, no he probado la comida desde ayer por la mañana”, escribió Poe a su tutor, aterrorizado por la pobreza. “No tengo dónde dormir por la noche, deambulo por las calles”. Allan quemó las cartas y ordenó arrojar a las llamas las siguientes que llegaran. “Perdí todo sentido de la dignidad, me encontré tan perdido que volví a ser el hijo de mi padre”.

En un intento de salvar la vida, Poe se alistó en el ejército y sirvió dos años. Ya por entonces escribía tanto y con tanta vehemencia que sus compañeros se aterrorizaron de lo que creían un tipo de demencia. Enviaba textos a editoriales, que le respondían con la posibilidad de publicación contra reembolso de pérdida, pero Allan se negó a desembolsar un solo dólar. Finalmente, sobrepasado y agobiado por la vida militar, por las humillaciones y un incipiente alcoholismo, decidió partir a Baltimore. Allí le recibió su abuela, una mujer inválida y fría, que vivía junto con su hija y su nieta. Para cuando Poe comenzó a vivir en la casa, su hermano estaba gravemente enfermo de tuberculosis y era alcohólico. Un borracho violento que destrozaba muebles a su paso, que gritaba enfurecido, que una noche cayó al suelo escupiendo sangre. “Un paisaje desolado”, escribió Poe aterrorizado por el panorama familiar.

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Poe estaba arruinado, tanto como para robar libros, botellas de bebida en bares, volverse una especie de criatura irascible y temible. Pero no dejaba de escribir. De hecho, escribía tanto que en ocasiones caía al suelo de puro agotamiento, desbordado por la bebida y el afán de narrar lo que sea que pasaba por su mente. “Escribir no me ha salvado de nada que no sea de la locura y, aunque es poco, es de considerable interés”, escribió a uno de sus viejos compañeros de clase. Dos días después bebió hasta perder el sentido y fue llevado a rastras a casa de su abuela. Sufrió un síncope y yació sin sentido en plena calle, por horas. Los desconocidos se asombraron de la forma en que aferraba las hojas de papel que llevaba en los bolsillos. “La vida entera, entre palabras”.

La historia que llevaba entre las manos el día de esa borrachera que casi le lleva a la muerte era “Metzengerstein”, que se publicaría en 1832. Los cincuenta dolares que ganó por la publicación los perdió en apuestas y bebida. El editor del libro escribió más tarde: “Lo encontré en Baltimore en un estado de inanición”. A pesar de eso, Poe escribió “Berenice” y se publicaría tres años después, pero diría que sólo recordaba el apetito que sintió al escribirla, la necesidad de plasmar ese voraz apetito que le sacudía. “Un hambre extraña, enorme y blanca”, diría a un editor

Una vuelta de tuerca

En 1834 ocurrieron varias cosas en la vida de Edgar Allan Poe que tallaron, en la piedra viva de la idealización, su leyenda. John Allan murió y le sometió a la humillación final de dejarle sin un centavo, ni una sola mención a su nombre en ningún documento legal. Enloqueció de furia y desconcierto. Bebió con más frecuencia, escribió historias más espantosas y se empeñó en sólo vivir de lo que escribía. También fue el año en que comenzó a tener “pesadillas insoportables, radiantes, todas dignas de ser escritas”. Se obsesionó de tal modo con el desaire de Allan, que llegó a ir a su tumba para destrozar la lápida y sólo un solitario gendarme lo evitó. Con todo, tomó apuntes de lo que había experimentado en mitad de un cementerio a solas, lleno de ira. “La muerte blanca”.

Un año después, y a fuerza de pura voluntad, fue contratado como editor de la revista mensual Southern Literary Messenger, en Richmond. Finalmente tenía el suficiente dinero para subsistir, “al menos, la mayoría de las veces”. Ya por entonces estaba obsesionado con la muerte y la vida. Tanto como para decir que cuando contrajo matrimonio en 1836, con su prima Virginia Clemm de trece años, lo hacía por una necesidad “enfermiza de huir de la oscuridad”. Poe tenía veintisiete años, era cada vez más adicto al alcohol y escribía sin importar descuidar su trabajo de oficina. Como si eso no fuera suficiente, su matrimonio con una adolescente a la que le doblaba la edad desató habladurías y su fama de hombre siniestro aumentó. Cada noche recorría bares, se peleaba en público, perdió el control de su vida privada y pública. Era un espectro pálido, con la ropa sucia y enajenado a niveles que hizo correr rumores sobre sus salud mental. “Cierto escritor de Baltimore debería estar bajo cuidado médicos”, insinuó un fanzine de cotilleos. Poe quemó varios ejemplares frente a la mirada horrorizada de Clem.

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A principios de 1837 se mudó a Nueva York. Y The New Yorker, por entonces una revista semanal cuya cabeza visible era el temible Rufus Griswold, le contrató. Pero de nuevo vivió tiempos convulsos. La ciudad se vino abajo durante el llamado segundo pánico de 1837, que provocó cierres masivos, manifestaciones callejeras y, al final, una sacudida que dejó al país en escombros. Poe, que ya había vivido algo semejante casi una década atrás, ahorró lo que pudo de su paga del periódico y comenzó a escribir novelas góticas. “Ligeia” se publicaría en 1838 y al año siguiente “La caída de la casa Usher”. Poe, un alcohólico consumado, celebró ambos triunfos con borracheras descomunales y después con maratones de escritura que le dejaban destrozaron por días y semanas enteros. Clem estaba aterrorizada, pero aun así jamás le abandonó. “La fidelidad encarnada en la belleza”, escribió Poe.

En 1841 publicó “Los asesinatos en la Rue Morgue”, creando casi de manera accidental el género de detectives. A su vez, seguía trabajando en correcciones privadas, como editor en revistas pequeñas y escribiendo hasta que un día el dolor en la muñeca le hizo gritar. Clem la vendó con un pañuelo blanco y Poe diría después que tuvo una de las pocas premoniciones de su existencia. “Supe que Clem moriría antes que yo y que sería la señal de que yo debería morir también”.

La debacle y el dolor

En 1843 se publicaría “El escarabajo de oro” y, de alguna manera, su primer gran éxito le llevó a la debacle total. Se encontró vagando por las calles, aturdido y desconcertado, escribiendo en hojas hasta caer exhausto. Nunca había sido más pobre y su vida, más caótica. Con todo, su fama aumentó y llegó a ser tan considerable que en 1845 publicó “El cuervo” y se convirtió en una celebridad literaria. El éxito había llegado, pero también una serie de sucesivas desgracias. Su alcoholismo era cada vez más profundo, su esposa enfermó de tuberculosis y para 1846 volvió a temer por el abismo de la pobreza. “Bebí, sólo Dios sabe con qué frecuencia o cuánto”, admitió Poe en una carta a un editor que se preocupó al escuchar rumores sobre su caída en el desastre. Para principios de 1847 fue evidente que apenas podía sostener su necesidad de escribir, de beber y la furia enloquecida que le llevó a volverse un espectro tortuoso y pálido. La primera semana de ese año sufrió una violenta crisis nerviosa. Unos días después, Virginia Eliza Clem murió de tuberculosis, entre dolores espantosos. Poe jamás se recuperó del sufrimiento. “La vida se volvió un infierno o reconocí que vivía en él”, escribiría la misma noche en que sus parientes le obligaron a soltar el cadáver de Virginia.

Dos años después, y dos días antes de su muerte, escribió a su suegra: “Virginia ha venido a verme. Creo que es hora de que la cinta blanca rodeé mi muñeca”.

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Edgar Alan Poe and the Red Death, por DemonCartoonist.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

TheAglaiaWorld 

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